“Más profunda que la electricidad o el fuego”.
El director ejecutivo de Google, Sundar Pichai, no duda: “La inteligencia artificial es lo más importante en lo que estamos trabajando ahora”. Pichai lo dijo durante un programa especial de Recode con MSNBC, pero la frase podrían firmarla muchos otros nombres propios de la industria tecnológica. La inteligencia artificial (IA) es la favorita de cualquier predicción sobre el futuro. Está ahí, en las grandes esperanzas, pero también en las pequeñas cosas (aplicaciones de mensajería, asistentes virtuales, motores de recomendación…). Será, dicen, la protagonista de la Cuarta Revolución Industrial, de la llamada Industria 4.0. Ahora bien, ¿Qué sería realmente (otra) revolución industrial? Nos hemos malacostumbrado a pensar en lo que está por venir en forma de casos de estudio, tendencias y decálogos. Convertimos fenómenos complejos en relaciones causa-efecto. A hace B. La historia, en cambio, nos recuerda que la revolución industrial no fue cosa de una sola tecnología. La mecanización impulsada por la máquina de vapor se tradujo en el desarrollo de una economía urbana industrializada. Luego vendría el ferrocarril, el motor de combustión interna, la electrificación masiva de hogares y fábricas... Cambios tecnológicos, pero también implicaciones sociales; la economía industrial, por ejemplo, provocó la aparición de nuevas clases sociales y desigualdades, pero también formas de organizarse y combatirlas. Entonces, ¿por qué imaginar el futuro solo desde lo que hará o no hará una tecnología? La IA cambiará..., la IA conseguirá..., la IA destruirá... Analizar qué tecnologías (y, sobre todo, cómo) tendrán más impacto siempre es resbaladizo. Pero, ¿y si empezamos a considerar la IA no como una tecnología única, sino como una cultura en sí misma? Los coches autónomos, por ejemplo, una vez se masifiquen y se garantice su comunicación con unas infraestructuras repletas de sensores gracias al internet de las cosas, tendrán el potencial de modificar por completo el uso de las ciudades y el statu quo urbano del siglo XX. Pero, ¿y si además de autónomos fueran eléctricos? Entonces tendríamos que hablar del siempre esperado y siempre esquivo avance definitivo en baterías, algo que tampoco podría entenderse sin la necesidad de desarrollar nuevos materiales y, también, nuevas formas de energía limpias y autosuficientes, uno de los temas más importantes y difíciles. La lógica descentralizada detrás del blockchain podría tener implicaciones desde en la factura de la luz hasta en el funcionamiento de sistemas de decisión ciudadanos. Los trabajos en bioingeniería, también están ahí: el desarrollo de terapias inmunes, la edición genética con CRISPR y los tratamientos con Nano Robots son hoy la esperanza para acabar con no pocas enfermedades. Estos son tan solo algunos ejemplos porque cualquier lista estaría incompleta. Lo que sí parece percibirse, cada vez más, es que la inteligencia artificial aparece de un modo u otro en la tramoya de muchos de estos cambios. Más cálculos, más velocidad, más optimización... Se considera que las tecnologías de la información y la comunicación, la tercera revolución industrial, organizaron la complejidad de las nuevas estructuras económicas y sociales generadas por la mecanización y la electrificación de las primeras revoluciones industriales. La cuarta revolución, la IA, también supondría la optimización y control de la complejidad actual, aunque a unos niveles totalmente nuevos. Conviene, por tanto, empezar a pensar más en las consecuencias socioeconómicas de los avances de todas esas tecnologías que construyen, sobre un capa de IA cada vez más ubicua, algo que no se limita solo a si habrá o no habrá trabajo; porque, sobre el futuro, solo hay una cosa clara: la tercera acepción de la RAE, “tiempo que vendrá”.
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